EL JARDÍN DEL LUXEMBURGO
—Es cosa de creer que oigo pasos en el pasillo, se dijo Bernardo.
Alzó la cabeza y aguzó el oído. Pero no: su padre y su hermano mayor tenían que hacer en el Palacio de Justicia; su madre estaba de visitas; su hermana en un concierto; en cuanto a su segundo hermano, el pequeño Caloub, tenía que enclaustrarse a diario en un pensionado, al salir del liceo. Bernardo Profitendieu se había quedado en casa para repasar su Bachillerato; no le quedaban ya más que tres semanas. La familia respetaba su soledad: no así el demonio. A pesar de haberse quitado la chaqueta, Bernardo se ahogaba. Por la ventana abierta a la calle sólo entraba calor. La frente le chorreaba. Una gota de sudor corrió por su nariz y fue a caer sobre una carta que tenía en la mano:
—Imita a una lágrima, pensó. Pero más vale sudar que llorar.
—¿Duermes? —preguntó Bernardo en voz baja. Y como Boris no respondiera, Bernardo se convenció de que dormía.
—Tengo que hablarte —le dijo ella.
Andre...